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¿Y si ella era un hermoso modo de hacerme sufrir?

Yo tenía 67 años. Ella tenía 67 años. Como ella ya sabía todo lo que necesitaba saber sobre el vino blanco, no asistió a las clases sino hasta que la charla pasó a los tintos. Yo había estado presente en todas las charlas sobre blancos y en las sesiones sobre los espumosos. Ahora estaba preparada para el vino tinto.

Me había inscrito al curso para ayudar a una amiga enferma y casi confinada en casa que necesitaba estímulos, pensando que las salidas serían buenas para ella, pero esa noche mi amiga estaba enferma, así que fui sola.

Después de entrar en el edificio de la escuela donde se impartía la clase por una puerta que no conocía, me perdí en cuestión de segundos en el laberinto de pasillos que los alumnos solían sortear a diario. Deambulé, cada vez más angustiada al dar vuelta en otro corredor equivocado, buscando sin encontrar la sala en la que se impartía el curso sobre vinos.

Y entonces la vi: esta hermosa mujer, bellamente vestida con una elegante gabardina y botas, caminando por el pasillo, decidida, segura de sí misma, con su cabello blanco y corto con destellos de color púrpura. Estaba segura de que iba al curso sobre vinos, así que la detuve para preguntarle cómo llegar. Me dijo que fuera a la derecha, luego a la izquierda y a la derecha. Luego dijo: “No te acuerdas de mí, ¿verdad?”.

“¡Sara!”, dije, reconociéndola de repente como alguien que había conocido años antes en una fiesta.

Ella se metió en el baño y yo seguí sus perfectas indicaciones hasta el aula.

Después de la charla del profesor, la clase se trasladó a una tienda de vinos de la zona para continuar con la degustación. Sara y yo hicimos clic mientras probábamos los vinos y descubríamos nuestro amor mutuo por el vino tinto, la ópera, las películas de última función y los jardines.

El curso terminó, pero Sara y yo seguimos viéndonos para cenar o tomar un café de vez en cuando. Incluso hablamos de asistir a una ópera en Nueva York cuando el Met abriera su temporada en otoño.

Una tarde que habíamos acordado vernos, Sara llegó tarde. Yo estaba en el café, mirando por la ventana, ansiosa. Me pareció verla llegar y se me aceleró el corazón. Me di cuenta de que no era ella y me hundí en la tristeza.

Semejante excitación seguida de semejante decepción, ¿qué podía significar? Solo una cosa: me di cuenta de que me estaba enamorando.

Estaba aterrada. No me consideraba una candidata al amor. Era una mercancía defectuosa, desechada unos años antes por mi pareja de 17 años, que me dejó por una mujer más joven. “¡Judy!”, gritó mi amigo Ron al enterarse de la traición. “¡Es tan mala como un hombre!”.

Había entendido el mensaje: no era digna de ser amada ni de recibir un buen trato. De aquella masacre, también había descifrado otro mensaje: confié en ella con los ojos cerrados y me había equivocado por completo.

Creía saber quién sería fiel y honesta. Me equivoqué. Pensé que sabía quién me hacía bien y era para mí. De nuevo me equivoqué. Pensé que era una persona capaz de mantener una relación a largo plazo. Otra vez, error. En materia de relaciones íntimas, era obvio que no se podía confiar en mí para elegir con sabiduría o bien.

Mis aventuras en el mundo de Match.com y Lesbian Lovefinder solo habían reforzado mi sensación de que las relaciones íntimas ya no eran para mí. Si sentía el más mínimo movimiento de atracción, me estremecía, convencida de que había encontrado otro sistema de entrega de dolor con un empaque bonito. No podía confiar en los demás ni en mí misma.

Desde mi primer campamento de verano, había estado enamorada de alguien. Ahora, en mi séptima década, veía el amor como una zona de peligro y me sentía más segura estando sola, preparada para vivir en la tierra de los amores perdidos durante el resto de mi vida.

Había vislumbrado esa tierra unos años antes en un cuadro que colgaba en el comedor de una casa de huéspedes de Stratford, Ontario. Mientras desayunaba sentada a la mesa, levanté la vista para ver un cuadro que retrataba una extensa y sombría escena campirana en Alberta, con los campos color café oscuro y el cielo gris. En medio del campo estaba el tronco de un árbol con el hacha clavada en él. En el margen, había un gallo que miraba el tronco.

“¿Cómo se llama este cuadro?”, le pregunté a nuestro anfitrión.

“’Amores perdidos’”, dijo.

La tierra de los amores perdidos, sin aves, se extendía también ante mí. Pero entonces conocí a Sara, y Sara era diferente. Nunca había conocido a una persona tan íntegra. Esto me atrajo. Al igual que la forma en que arrugaba la cara cuando se reía y el ligero acento sureño que podía escuchar cuando hablaba de las Ida Reds, la única manzana que usaba para hacer puré de manzana.

Quería proponerle que pasáramos a una conexión más íntima, pero temía la aceptación casi tanto como el rechazo, segura de que mi frágil cuerpo se rompería en cientos de pedacitos si volvía a tocar a alguien como amante.

Además, ¿qué pasaría si le proponía una relación más íntima y ella no estaba interesada? ¿La perdería como amiga? No quería ofenderla.

Empecé a identificarme con el buen hombre de las novelas de Jane Austen, el que nunca pondría a una dama en la incómoda situación de tener que rechazarlo si no le correspondía, por lo que nunca se acercaba a nadie hasta estar seguro de que su afecto sí sería correspondido. Sin embargo, como las damas estaban entrenadas para no mostrar su afecto hasta que un hombre se acercara a ellas, el cortejo resultaba ser una danza difícil.

Mi propio baile fue igual de difícil. Buscaba señales de que Sara pudiera compartir mis sentimientos para poder hablar del creciente afecto que sentía por ella.

Pasamos una tarde maravillosa de visita en un jardín en Beacon, Nueva York. A mitad de nuestro recorrido, encontramos una casa en un árbol y nos subimos a ella, para luego tumbarnos en los bancos previstos para descansar. En ese ambiente íntimo y algo romántico, intenté hablar de relaciones.

“Sara, ¿quién dirías que ha sido el amor de tu vida?”.

“Por qué”, dijo con un leve desplante, “supongo que tendría que decir que mi gato, Bo”. Entornó los ojos, esta vez para reprimir una carcajada.

Quise decir: “¡Ponme a prueba!”. Pero no me atreví.

Por dentro, sentí de todo. Por fuera, me obsesioné. Pregunté a los amigos con los que socializábamos si creían que Sara podría tener un interés romántico en mí. Nadie pudo encontrar ninguna señal de sus sentimientos hacia mí, ni positivos ni negativos. Por supuesto. Sara también estaba canalizando al caballero de las novelas.

Estábamos en un punto muerto. Compartiendo mi frustración con mi mejor amiga, que ya lo había oído todo antes, muchas veces, la provoqué para que me dijera algo. “Una de ustedes”, anunció, “va a tener que hacer algo. Se está volviendo aburrido. Ponte las pilas, nena, y dile lo que sientes”.

Empecé a escribirle una carta a Sara. En ella, le hablaba de mi admiración por ella, de la atracción que sentía por ella, de mi interés por explorar una relación romántica con ella. Le pregunté si acaso compartía ese interés. Escribí y reescribí, y los amigos leyeron y releyeron, y luego escribí un poco más.

Quería ser clara en cuanto a mis sentimientos, pero tenía que darle una vía elegante para rechazar mi invitación. Por fin, más de un año y medio después de aquella tarde en la clase sobre vino tinto, eché la carta al correo, conduje hasta el aeropuerto y volé a Milwaukee para visitar a mi hermano.

“Con el alma en un hilo” no alcanzaba a describir mi estado mientras contemplaba las posibles consecuencias de haber hablado. La primera mañana de mi visita, mientras realizaba unos sencillos estiramientos de yoga para controlar el estrés, oí un chasquido en la parte baja de la espalda. El dolor me inundó y luego me di cuenta de que no podía levantarme sin ayuda. El centro de atención médica urgente local me proporcionó oxicodona y el consejo de que me hiciera una resonancia magnética en cuanto llegara a casa.

Cuando Sara llamó esa noche para darme el “sí”, yo estaba delirando en más de un sentido.

No esperaba volver a encontrar el amor y menos tan tarde. Los expertos en envejecimiento hablan de las caídas como nuestro mayor peligro. ¿Pero qué hay del peligro de no caer?

Por supuesto, mi piel se llenará de chichones, costras y manchas y claro está que mis manos se acalambrarán con la artritis, pero si están entrelazadas con las de Sara, puedo enfrentar lo que venga.

Judith Fetterley es escritora y maestra jardinera en el norte del estado de Nueva York.

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