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La era de la antiambición

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Solía pensar que mi trabajo existía en su propia Feliciudad, como en los libros de Richard Scarry, donde hay un pequeño y luminoso pueblo de trabajadores, cada uno centrado en una única labor, cuyos caminos se cruzan en el transcurso de un día muy muy ajetreado. En mi barrio de Brooklyn, varios días a la semana veía a la misma persona en la parada de autobús de la Avenida Myrtle y me imaginaba a dónde iría con su bolsa de computadora portátil Dell y zapatos deportivos negros. Compraba café a un elenco rotativo de baristas en la cafetería del tercer piso de mi edificio de oficinas, donde trabajaba como editora en una revista. Me paraba a charlar con otra editora, cuya oficina estaba a un muro de distancia de la mía. A veces, ella me hacía un gesto para que cerrara la puerta, y decíamos lo que realmente pensábamos sobre algún chisme profesional menor, un cotilleo que a lo mucho le importaba a unas 3,5 personas en el mundo. Veía a mi jefe dirigirse a una reunión con su jefe y me preguntaba si su conversación acabaría afectando a mi trabajo.

La mayoría de nosotros trabajábamos en computadoras, tecleando documentos y enviando correos electrónicos a la persona que estaba al otro lado de la pared de un cubículo, pero había cierto ajetreo en todo el esfuerzo. Era un pequeño terrario en el que todos pasábamos 50 horas a la semana, lleno de tentempiés de oficina y de cumplidos sobre los atuendos en el baño y tragos después de la hora de salida. Incluso cuando no ocurría gran cosa a nivel profesional, existía la sensación de haber trabajado, de haber desempeñado tu papel en un ecosistema.

Cada trabajo tenía su propia Feliciudad. Aunque en el mundo en general nadie quería hablar, por ejemplo, de las estrategias de reducción de costos para un posible nuevo cliente, en tu Feliciudad sí podías encontrar a alguien que estuviera tan preocupado por ello como tú. Mientras tanto, en la Feliciudad de los libros de Scarry (que en inglés se llama Busy Town), el mundo está poblado por personas (bueno, animales) a las que les resulta muy fácil explicar su trabajo. Son policías, tenderos, carteros, médicos y enfermeras. Cuando llegó la pandemia, las personas con trabajos al estilo de Scarry tuvieron que seguir yendo a trabajar. Sus Feliciudades siguieron adelante. Y en realidad, esos trabajos se hicieron más difíciles.

Todos los demás perdieron el contacto con los suyos. Se conectan a Slack y Zoom, donde sus compañeros de trabajo son bidimensionales o avatares, y cada día es igual que el anterior. Dependiendo de lo que ocurra con el virus, sus hijos pueden estar ahí, como en marzo de 2020, reclamando atención y minando la energía mental. Definitivamente, internet está ahí, siempre, exigiendo atención y minando la energía mental. Un trabajo se siente como otra invasión más que exige atención y mina la energía mental.

Y no ayudó que, al principio de la pandemia, todos los puestos de trabajo fueran recategorizados: esenciales o no esenciales. Ninguna de las dos etiquetas sienta bien. Por supuesto, un trabajo que no pertenece a alguna de las profesiones auxiliares sigue teniendo mucho sentido. Pero “no esencial” es una frase que invita al nihilismo rastrero. Esto con lo que llenamos al menos ocho o diez horas del día, cinco días a la semana, durante años y décadas, el motivo por el que nos perdemos las cenas familiares… ¿Era solo una ocupación de relleno? Tal vez eso es lo que siempre fue.

Para los trabajadores evidentemente esenciales —enfermeras de la UCI, neumólogos— la carga de ser necesarios resulta muy costosa. La palabra burnout, empleada de forma promiscua en estos días, fue de hecho acuñada para diagnosticar el agotamiento en los trabajadores médicos en una época más agradable, cuando no nos dirigíamos al tercer año de una pandemia mundial de varias olas. Y mientras tanto, una gran mayoría de las personas consideradas esenciales tienen trabajos como el de trabajador de almacén de Amazon o el de cajera. Cuando te dicen que la sociedad no puede funcionar sin ti, y que debes arriesgar tu salud mientras otras personas producen informes de mercadotecnia desde casa — y a menudo cobran mucho más dinero— es difícil no preguntarse si “esencial” no es un decir cínico, una forma educada de clasificar a los humanos como “prescindibles” o “imprescindibles”.

Los profesores, que casualmente están muy sindicalizados y cuentan con estudios universitarios, no se han tomado muy bien que se les ubique en el extremo prescindible de la ecuación, al pedírseles que trabajen de forma presencial con personas diminutas que no son hábiles para distanciarse ni usar mascarillas y que han pasado los últimos años encerradas. A principios de enero, leí un artículo en el Times sobre el drama entre el sindicato de profesores de Chicago y el ayuntamiento a causa de la enseñanza presencial. Cuando se cancelaron abruptamente las clases, una madre que trabajaba como cajera en un banco había llevado a su hijo a una guardería operada por empleados escolares que no estaban en el sindicato. (Trabajadores de las guarderías: aún más abajo que los profesores en las horribles castas de ahora). “Entiendo que quieran estar a salvo, pero yo tengo que trabajar”, dijo la cajera sobre los profesores de su hijo. “No entiendo por qué son tan especiales”. Este tipo de comparaciones puede perjudicar las relaciones entre las personas y con su propio trabajo.

Esenciales o no esenciales, a distancia o en persona, a casi nadie que conozco le gusta mucho el trabajo en este momento. La principal emoción que suscita un empleo ahora mismo es la determinación de aguantar: si logramos superar los próximos meses, quizá las cosas mejoren.

El acto de trabajar ha quedado al desnudo. No hay atuendos especiales que ponerte, ni almuerzos a los que ir ni descansos para el café ni clientes para charlar. La oficina está donde no debe estar —en casa, en nuestros espacios íntimos— y lo único que queda es el trabajo en sí, desnudo y solo. Y a mucha gente no le gusta lo que ve.

Hay dos tipos de historias que se cuentan sobre el trabajo ahora mismo. Una es la historia del mercado laboral, y como es un poco aburrida y bastante confusa, se mezcla con la segunda historia, que trata de la relación emocional de los trabajadores estadounidenses con sus empleos y con sus empleadores. La Gran Renuncia o Dimisión es la frase que se ha utilizado, un poco incorrectamente, para describir ambas historias.

Es cierto que estamos en medio de una “pandemia de renuncias”, como lo ha calificado alegremente este diario al citar el número récord de personas (4,5 millones) que solo en noviembre notificaron que renunciarían. Se calcula que 25 millones de personas dejaron su trabajo en el segundo semestre de 2021; es casi seguro que se trata de la tasa de abandono laboral más alta de Estados Unidos desde que la Oficina de Estadísticas Laborales comenzó a hacer un seguimiento de estas cifras en el año 2000.

El mercado laboral, como les gusta decir a los economistas, está tenso: las estadísticas de empleo son sólidas y cada vez más fuertes. A pesar de la inflación, los ingresos reales han aumentado en todos los niveles de renta en Estados Unidos. Se trata de un cambio notable, tras las terribles pérdidas de empleo de los primeros años de la pandemia, que afectaron desproporcionadamente a los que menos ganan y a los que tienen poca seguridad laboral. Muchos de los que han renunciado recientemente se encuentran en la parte inferior de la escala de ingresos. Buscan o consiguen un trabajo mejor, por más paga, porque pueden. Y ese tipo de mercado laboral significa que, al menos, algunos empleados de bajos ingresos llegan a concebir sus empleos de la forma en que tradicionalmente lo han hecho los trabajadores de cuello blanco: como algo que tiene que funcionar para ellos, y no al revés.

Pero estas cifras ocultan una realidad más turbia. Después de que se publicaron las últimas cifras de empleo en Estados Unidos en febrero (que parecían mostrar un notable crecimiento del empleo y una tasa de paro del cuatro por ciento), un economista de la Oficina de Estadísticas Laborales lo calificó en su Substack como el “informe de empleo más complicado de la historia”. Además de los trabajadores que intentan negociar para conseguir un empleo objetivamente mejor, millones de otros simplemente han abandonado la fuerza de trabajo, ya sea porque están enfermos, o cuidan de sus hijos, o se jubilan, o simplemente se sienten fatal.

Las razones exactas son un poco misteriosas. La recuperación del empleo no se reparte de forma uniforme entre los distintos sectores, ni tampoco la tasa de abandono. Los niveles de personal en los sectores del ocio y la hostelería siguen siendo un diez por ciento más bajos que antes de la pandemia y, según el informe de empleo de diciembre, las personas que trabajan en hoteles y restaurantes son las más propensas a renunciar. El ocho por ciento de los puestos de trabajo en el sector de la salud están vacantes en este momento. Hay casi 400.000 trabajadores de la salud menos ahora que antes de la pandemia. Como dijo la economista jefa de LinkedIn a CBS News, “puede que para algunos no valga la pena”.

Incluso entre las personas que estaban técnicamente empleadas, un número considerable no podía trabajar por cuestiones de cuidado de los niños o debido a que estaban de licencia por enfermedad. A esto hay que añadir el hecho de que muchas personas que preferirían un trabajo a tiempo completo con prestaciones siguen trabajando según las condiciones impuestas por los empleadores, lo que significa un empleo a tiempo parcial e inestable, como informó recientemente Noam Scheiber, del Times. Y si se indaga en las cifras de abandono de los trabajadores con salarios más altos, no se trata de gente que se va de viaje en plan Comer, rezar, amar. El panorama completo no es tan color de rosa.

Tampoco es una casualidad de este momento. Durante décadas, la productividad del trabajo ha aumentado mientras los salarios reales no lo han hecho. La gente ya estaba muy saturada. La escritora Anne Helen Petersen, que se ha convertido en una especialista en olfatear como un sabueso las preocupaciones de la internet de los milénials, escribió recientemente un libro sobre el burnout o agotamiento laboral entre la clase profesional. El libro surgió de un artículo viral de BuzzFeed de 2019 que escribió sobre el mismo tema. (El ejemplo principal que usaba refería que no lograba llevar a afilar sus cuchillos). Yo estaba en un momento especialmente estresante de un trabajo administrativo en ese momento y buscaba en Google los síntomas del agotamiento laboral a altas horas de la noche, en una pestaña privada del navegador. Pero me irritaba que la gente hablara con ostentación de ello, y me avergonzaba la indulgencia del lenguaje, o, tal vez, lo que yo veía como la arrogancia del mismo.

Ahora, sin embargo, es como si toda nuestra sociedad estuviera con burnout. Es posible que la pandemia haya alertado a nuevos sectores de personas del desagrado que sienten por sus trabajos, o que las haya agotado hasta el punto de que no queda nada disfrutable en los trabajos que antes les gustaban.

Tal vez por eso la prensa está llena de historias sobre la insatisfacción generalizada de los empleados; el mes pasado, un artículo de Insider declaraba que las empresas “están ahuyentando activamente a sus oficinistas al suponer que los empleados siguen pensando como antes de la pandemia: que sus trabajos son lo más importante en la vida”, y señalaba una encuesta de Gallup que mostraba que el año pasado solo un tercio de los trabajadores estadounidenses decían estar comprometidos con sus trabajos.

En Amazon las salidas de empleados de sus filas directivas han alcanzado lo que se considera un nivel de “crisis”, según Brad Stone, de Bloomberg. (Una fuente le dijo que la tasa de rotación llegaba al 50 por ciento en algunos grupos, aunque Amazon lo niega). Una mujer, al dejar su trabajo, hizo una publicación en una lista de distribución interna llamada Momazonian (un juego de palabras entre Mamá y Amazonian, el nombre con el que se identifican los empleados de Amazon), que tiene más de 5000 integrantes. “Aunque ha sido un lugar increíblemente gratificante para trabajar, la presión a menudo se siente implacable y, a veces, innecesaria”, escribió, en una perorata al estilo Jerry Maguire dirigida a un grupo que es muy cuidadoso con con sus contactos; también copió a vicepresidentes senior y algunas integrantes de la junta de directores.

No es casualidad que fuera el grupo de afinidad de mamás de la oficina donde ventiló ese sentimiento. Un estudio de McKinsey del año pasado mostró que el 42 por ciento de las mujeres sienten desgaste laboral, frente al 32 por ciento en 2020. (En el caso de los hombres, saltó del 28 al 35 por ciento.) Al principio de la pandemia, el mundo laboral perdió más de 3,5 millones de madres, según la Oficina del Censo. El National Women’s Law Center, además, descubrió que, a principios de 2021, la participación de las mujeres en la fuerza laboral se encontraba en el nivel más bajo de los últimos 33 años, un retroceso a la época en que Secretaria ejecutiva era revolucionaria. Muchas de esas mujeres no han vuelto.

Credit…Ilustración por María Jesús Contreras

Así que las cifras son bastante malas. Pero también está la forma en que los datos duros de la economía interactúan con nuestras emociones. Considera esta hipótesis: que el actual hastío oficinil fue simplemente la reacción inevitable a la cultura rigurosa de la década anterior: #GraciasDiosEsLunes. Y además, en algún momento alrededor del auge del #MeToo (y después de la elección de Donald Trump), la ambición comenzó a parecer un esfuerzo inútil. Los enormes costos personales de llegar a la cima se hicieron evidentes, así como los potenciales efectos deformantes de estar al mando. No solo se despidió a los malos jefes que acosaban sexualmente, sino también a los tóxicos, y pronto empezamos a cuestionar todo el funcionamiento del poder en la oficina. Lo que empezó como un momento esperanzador se convirtió rápidamente en algo deprimente. Las estructuras de poder se cuestionaban, pero rara vez se desmantelaban, un punto intermedio que dejaba a todo el mundo sintiéndose bastante mal con el estado actual del mundo. Se hizo más difícil confiar en alguien que fuera tu jefe y más difícil imaginar que quisieras llegar a ser jefe. La covid fue un acelerador, pero el fósforo ya estaba encendido.

Hace poco, di con los últimos datos sobre la felicidad de la Encuesta Social General, un sondeo de referencia que ha estado siguiendo las actitudes de los estadounidenses desde 1972. Es impactante. Desde que comenzó la pandemia, la felicidad de los estadounidenses se ha llenado de cráteres. El gráfico parece como si el ritmo cardíaco se hubiera desplomado y fuera el momento de llamar a todo el mundo para reanimar al paciente. Por primera vez desde que comenzó la encuesta, hay más personas que dicen no ser demasiado felices que las que dicen ser muy felices.

La peste, la muerte, la cadena de suministro, las largas colas en la oficina de correos, el colapso de muchos aspectos de la sociedad civil, todo ello podría tener un papel en esa estadística. Pero en su clásico estudio de 1951 sobre la clase media que trabaja en las oficinas, el sociólogo C. Wright Mills observó que “aunque el trabajador de cuello blanco moderno no tiene una filosofía articulada del trabajo, sus sentimientos al respecto y sus experiencias en él influyen en sus satisfacciones y frustraciones, en todo el tono de su vida”. Recuerdo que una amiga dijo una vez que, aunque su marido no estaba deprimido, odiaba su trabajo, y que eso era efectivamente como vivir con una persona deprimida.

Tras el último informe sobre el empleo, el economista y columnista del Times Paul Krugman calculó que la confianza de la gente en la economía era unos 12 puntos menor de lo que debería haber sido, considerando que los salarios habían subido. A medida que la pandemia se prolonga, o bien las cifras no son capaces de cuantificar lo mal que se han puesto las cosas, o bien la gente parece haberse convencido de que las cosas están peor de lo que realmente están.

No es solo en los datos donde las palabras “satisfacción laboral” parecen haberse convertido en una paradoja. También está presente en el ambiente cultural que gira en torno al trabajo. No hace mucho, una joven editora a la que sigo en Instagram respondió una pregunta que alguien le había hecho: ¿Cuál es el trabajo de tus sueños? Su contestación, una ágil y excéntrica réplica en internet, fue que ella no “soñaba con trabajar”. Sospecho que es ambiciosa. Sé que es excelente para entender el espíritu de esta época.

Está en el aire, esta antiambición. Hoy en día, es fácil hacerse viral apelando a un presunto letargo general, sobre todo si se tiene la habilidad de inventar esos aforismos lánguidos e irónicos que se han convertido en la versión de esta generación de la escena en Enredos de oficina en la que se destruye una impresora. (La película se estrenó en 1999, en medio de otro mercado laboral en llamas, cuando la tasa de desempleo era la más baja de los últimos 30 años). “El sexo es una maravilla, pero ¿alguna vez has dejado un trabajo que estaba arruinando tu salud mental?”, decía un tuit, que tiene más de 300.000 likes. O: “Espero que este correo no te encuentre. Espero que hayas escapado, que seas libre” (168.000 likes). Si el ajustado mercado laboral está dando a los trabajadores de salarios bajos una muestra de movilidad ascendente, muchos oficinistas parecen estar concibiendo sus trabajos más como la forma en que siempre han hecho muchas personas de clase trabajadora: como un simple trabajo, ¡un sueldo para pagar las cuentas! No como la suma total de un nosotros, no como una identidad.

Incluso los abogados de élite parecen estar perdiendo el gusto por el acelere laboral. El año pasado, Reuters informó de una inusual oleada de deserciones en los grandes bufetes de Nueva York, y señaló que muchos de los abogados habían decidido aceptar un recorte salarial con tal de trabajar menos horas o trasladarse a una zona más barata o trabajar en tecnología. También está ocurriendo en las finanzas: en Citi, según la revista New York, un analista escribió en un chat “odio este trabajo, odio este banco, quiero saltar por la ventana”, lo que obligó a Recursos Humanos a verificar su salud mental. “Esta es una opinión consensuada”, explicó el analista a Recursos Humanos. “Así es como se siente todo el mundo”.

Las cosas se ponen raras cuando los empresarios intentan abordar este descontento. Desde hace un año, a los trabajadores de los almacenes de Amazon se les pide que participen en un programa de bienestar destinado a reducir las lesiones en el trabajo. Recientemente, la empresa ha sido criticada por la denuncia de que algunos de sus conductores se ven obligados a rendir tanto que han empezado a orinar en botellas, y los empleados de los almacenes, de los que se sigue cada movimiento, viven con el temor de ser despedidos por trabajar con lentitud. Pero ahora, para esos trabajadores de almacén, Amazon ha introducido un programa llamado AmaZen: “Los empleados pueden visitar las estaciones AmaZen y ver videos cortos con actividades de bienestar fáciles de seguir, incluyendo meditaciones guiadas [y] afirmaciones positivas”. Se trata de un programa de autocuidado de tendencia distópica, en el que la solución para el agotamiento del obrero es… pasar tiempo frente a una pantalla.

El estado de ánimo cultural hacia la oficina aparece incluso en los programas de televisión que obsesionan a los trabajadores de las industrias del conocimiento. Pensemos en Mad Men, una serie ambientada en el apogeo económico de finales de la década de 1960. Era una serie que encontraba que el trabajo era romántico. No me refiero a los romances de oficina. Me refiero a que los personajes estaban enamorados de su trabajo (o, a veces, furiosamente desencantados, pero eso también es una pasión). Más que eso, sus carreras y los pequeños dramas de su trabajo diario —las presentaciones a los clientes, la política de la oficina— daban sentido a sus vidas. (Al final de la serie, Don Draper fue a un centro turístico que se parece mucho a Esalen para encontrar el sentido de la vida, y meditó de forma transformadora… hasta lograr una campaña publicitaria para Coca-Cola).

Peggy Olson, la esforzada agente publicitaria en ciernes del programa, se ha convertido recientemente en la santa patrona de los que renuncian. Una imagen suya aparece con frecuencia ilustrando artículos sobre gente que deja su trabajo, a veces en forma de GIF. En ella, Olson lleva gafas de sol y una caja de materiales de oficina. Tiene un cigarrillo colgando de la boca, a un lado, con toda seguridad en sí misma. Pero en realidad, en esa escena no está renunciando. Por el contrario, se dirige a un nuevo y mejor trabajo en otra agencia. Su arrogancia proviene de la ambición, no de la renuncia.

Ese programa se emitió entre 2007 y 2015, en el punto álgido de lo que a veces se denomina cultura del ajetreo (y del optimismo de la era Obama). Por aquel entonces —justo antes, durante y después de una recesión global que destrozó la psique— el trabajo había traicionado a grandes franjas de la población, pero muchos (al menos los que estaban mejor situados, para los que la economía se recuperó mucho más rápido) tomaron eso como inspiración para trabajar más duro, para cortocircuitar los problemas del empleo con el espíritu empresarial, o los sueños de este. ¡Crea una empresa! ¡Construye una marca! ¡Conviértete en una jefa! (Una palabra que solía ser un cumplido, no un insulto).

Ahora, los domingos por la noche son para Succession, un gustado y sombrío drama laboral de los nihilistas años post-Trump. En esa serie, cuya tercera temporada llegó recientemente a su fin, el trabajo es una fuerza corruptora. La familia Roy se arruina no por su dinero, sino por su deseo colectivo de dirigir un conglomerado. La ambición pervierte el amor entre padre e hijo, marido y mujer, hermano y hermana. Incluso los luchadores que empezaron desde abajo en la serie están arruinados a causa de sus trabajos. Es una tragedia griega filtrada a través del momento actual, en la que cada pequeña labor ocurre en el capitalismo tardío, y todos los trabajos son trabajos que conducen al desgaste laboral.

Cuando terminó Succession, los oficinistas de Estados Unidos se levantaron del sofá y apagaron la televisión. Se durmieron pensando en el maltrato psicológico que los Roys se infligen unos a otros y a sus subalternos de la empresa Waystar Royco, y luego se fueron a sentar en el mismo sofá el lunes por la mañana.

Es importante reconocer que algunas personas han reaccionado a este momento volviéndose menos cínicas ante las posibilidades del trabajo. El mundo en general es cada vez más oscuro: el cambio climático, el desmoronamiento de la democracia. Parece imposible cambiarlo. ¿Pero el trabajo? El trabajo podría cambiar. Una generación idealista se ha puesto a exigir un mundo utópico, a escala local, en sus pequeñas Feliciudades. Más diversidad, más atención al racismo estructural, mejores horarios, mejores límites, mejores políticas de permisos, mejores jefes.

En algunas empresas, por fin parece que las viejas jerarquías se están trastocando, y que los mejor pagados tienen un poco de miedo a sus subordinados, en lugar de lo contrario. (Nadie siente mucha simpatía por los directivos, y es cierto que, como dijo una vez Don Draper a Peggy Olson, por eso te dan dinero. Pero dirigir una empresa en los últimos años ha sido su propio reto particular).

Enfrentados a este mundo, muchos jóvenes con opciones profesionales quieren ser solidarios con sus colegas en lugar de subir la escalera por encima de los demás. El sentido que antes encontraban en el trabajo lo encuentran ahora en tratar de mejorar el propio espacio laboral. En Authentic, una consultora demócrata, algunos miembros del personal sindicalizado se niegan a trabajar en un contrato al servicio de la senadora Kyrsten Sinema porque no comulgan con sus valores. El personal sindicalizado del Center for American Progress, una organización que suele servir de canal de acceso a codiciados puestos en las administraciones presidenciales demócratas, amenazó con una huelga a mediados de febrero exigiendo un aumento de salarios. Algunos miembros del personal del Congreso han iniciado el proceso de formación de un sindicato.

Ahora trabajo en un sitio de noticias digital que está sindicalizado; me maravilla el hecho de tener un trabajo con un título como el de “editora general” y además todos los beneficios que conlleva la pertenencia a un sindicato. En Google, hogar de las oficinas de lujo y las comidas gratuitas, se formó un sindicato a principios de 2021, integrado por 400 ingenieros altamente remunerados. Las clases directivas profesionales —como llamaron peyorativamente los partidarios de Bernie Sanders a esa porción de la fuerza laboral de cuello blanco— están en pleno desarrollo de una conciencia de clase.

Por eso, algunas de las oficinas más prestigiosas se están organizando, y los universitarios representan una porción mayor del pastel sindical que nunca, gracias en gran medida al crecimiento de los sindicatos de profesores. Pero la afiliación a los sindicatos, en general, está en su punto más bajo. Los empleados de los almacenes de Amazon votaron en contra de la sindicalización en Alabama el año pasado. (Una junta federal de revisión determinó que Amazon había presionado indebidamente a los miembros del personal contra la formación de un sindicato, y ordenó una nueva votación, que tendrá lugar en cinco semanas). Es posible que los trabajadores de Amazon acaben votando para unirse a un sindicato. Los empleados de Starbucks también están iniciando el proceso. Pero, de alguna manera, las protecciones en el lugar de trabajo todavía parecen correr el peligro de convertirse en un artículo de lujo más que acumulan los privilegiados.

Quizá no haya mejor ejemplo de ello que lo que pasó en Goldman Sachs el año pasado. Los banqueros junior de San Francisco se sentían alienados por sus largas horas, lo que consideraban un salario bajo y la falta de subsidios para ordenar comida a domicilio mientras trabajaban desde casa. Hicieron una presentación formal a los altos ejecutivos de su oficina, basándose en los datos de la encuesta que recopilaron y que mostraban, por ejemplo, que tres cuartas partes de ellos se sentían víctimas de abusos en el lugar de trabajo. Fue algo así como una acción colectiva de la futura élite estadounidense.

Uno de los principales organizadores fue, como informó Bloomberg, el hijo del vicepresidente de TPG Capital, una empresa de capital privado. Su padre, criatura de la época anterior, cuando comenzó a trabajar lo hizo para Michael Milken en Drexel Burnham Lambert, el famoso banco de inversión competitivo (y corrupto).

La adquisición hostil del hijo funcionó. Los analistas de Goldman obtuvieron un aumento de casi un 30 por ciento de su salario base. La revista New York reportó que, aunque al menos cinco de los 13 analistas del grupo de protesta en San Francisco ya habían abandonado Goldman (cuatro eran mujeres de color), el banco no estaba teniendo dificultades para reclutar a estudiantes universitarios para la siguiente generación de analistas.

El aumento de Goldman es un recordatorio de un hecho frío y duro. Uno que se explica en la primera frase de ¿Qué hace la gente todo el día?, el cuento infantil de Richard Scarry: “Todos vivimos en Feliciudad y todos somos trabajadores. Trabajamos duro para que haya suficiente comida, casas y ropa para nuestras familias”. En realidad, el trabajo consiste principalmente en ganar dinero para vivir. Y luego tratar de ganar un poco más. Una historia aburrida y antigua. El futuro del trabajo podría parecerse más a su pasado de lo que se reconoce.

Noreen Malone es redactora de la revista Slate. En 2015, ganó un premio George Polk y un premio del Newswomen’s Club por su reportaje en la revista New York sobre las mujeres que acusaron a Bill Cosby de violación y agresión sexual.


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